Algo que me encanta hacer es caminar. Recorrer calles y calles, de un lado a otro, conociendo lugares nuevos o rememorando eventos pasados. En esta ciudad no hay muchos espacios donde se pueda hacer eso, así que no puedo descubrir lugares desconocidos con la frecuencia que desearía, y entonces me toca recorrer los mismos sitios. Pero aún así, es algo que trato de hacer con la mayor frecuencia posible. Caminar me despeja la mente, me hace pensar en cosas inusuales y me distrae. Y si estoy con buena compañía, mejor que mejor.
En estos días me di cuenta de algo que hacía inconscientemente mientras caminaba por ciertas calles. Las aceras que desde hace un tiempo se están construyendo en la ciudad llevan una hilera de bloques con una textura diferente: unas rayitas que según tengo entendido son para los ciegos, que de esta manera pueden sentir con los bastones por dónde deben seguir. Así, cuando llegan a un cruce, hay unos bloques que lo indican, para no irse de bruces contra un carro en movimiento. Para uno esto puede pasar desapercibido, pero imagino que para ellos es mucho más significativo. Estos bloques de rayitas son de color amarillo en algunos sitios. No imagino para qué, ya que ellos no pueden verlos. La cuestión es que me descubrí caminando por esos caminos, siguiéndolos por donde iban, aunque a veces tuvieran curvas que no hubiera necesidad de seguir. No es una de esas actitudes neuróticas de no pisar las ranuras de las baldosas, sino algo que hace mimente por su propia cuenta, y para lo que no hallo explicación. Simplemente me encuentro siguiendo ese camino, como cuando un niño juega a hacer equilibrio en los bordes de ciertos jardines, cosa que también me he descubierto haciendo a veces.
Al caminar por uno de esos senderos, me di cuenta de lo que estaba haciendo: estaba recorriendo el camino de ladrillo amarillo. Aún no he llegado a Oz, pero quién sabe, puede que algún día lo haga.
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