domingo, 21 de diciembre de 2008

Desvaríos al anochecer

A veces la música me trae extraños recuerdos. No necesariamente imágenes claras, sino sensaciones, algo así como lo que sentía en determinada época de mi vida. Ahora estaba sonando en la radio una canción de Rick Astley y recordé los años ochenta, cuando iba al colegio, en primaria, y la sensación no fue muy agradable, vaya a saber por qué. No lo pasé mal en el colegio, pero si me preguntan, no fue una de mis épocas más gratificantes. Quizá más de un nudo está enredado en el subconsciente de esa manera, sin que uno pueda reconocer por qué se siente extraño ante determinada situación, y lo que ocurre es que la viene arrastrando desde que era muy pequeño, por algún suceso hasta bastante estúpido.

Sonó también Another Day in Paradise, de Phil Collins (antes de que me crucifiquen, es mi padre quien oye esa emisora, no yo. A mí no me molestan los clásicos de los ochenta, ni siquiera esos detestables como los citados, pero de ahí a ponerlos voluntariamente, hay un largo trecho). Ese me trajo recuerdos más claros: navidad de 1989 en Madrid, recién llegados a España. Un ambiente completamente diferente, un barrio al que no estaba acostumbrado, con una vía de tren abandonada que lo atravesaba y marcaba la vida de los niños del lugar. Un invierno que no había sentido nunca, con ausencia de vegetación por la caída de las hojas de los árboles. Frío de un par de grados bajo cero en algunas mañanas. Y ante todo, días cortísimos. La noche era larga y se apoderaba del estado de ánimo. Recuerdo el primer apartamento en el que vivimos, con las luces de las lámparas bajas, que le otorgaban una atmósfera cálida al ambiente, más hogareña. Yo vivía en un sexto piso, y de mi casa se veía un grafitti que decía "Joputa" en uno de los edificios del frente. Los parques que serpenteaban entre los edificios eran de arena, no de césped, y siempre estaban así, fuera verano o invierno. Yo sentía una extraña incomodidad, viendo que aquel mundo era tan distinto al que estaba acostumbrado. La estética de los ochenta aún estaba en todas partes, como en las etiquetas de Nocilla, la versión española de la Nutella, en la que aparecía un niño de peinado con flequillo. Los programas de televisión tenían ese genuino sabor europeo a gala. Rafaella Carrá presentaba un programa de variedades que olía a Eurovisión. Y mi habitación daba a un patio interior donde podías ver cómo se secaban las ropas de todos los vecinos. Algo muy distinto a lo que hasta entonces había vivido en Medellín.

Todo eso me dejó una profunda marca. Los días grises vuelven a traerme esas imágenes lejanas en el tiempo, pero todavía presentes en la memoria. Sé que los años que pasé en España me formaron bastante. Creo que no sería el mismo de haberme quedado en esta ciudad. ¿Oiría la misma música? ¿Me interesarían los cómics y el cine? ¿Habría estudiado ingeniería química como decía cuando era un niño y ni siquiera sabía qué era eso? Nadie lo sabe. Lo que sí sé es que la memoria me sigue pareciendo un mundo extraño. Un cajón de sastre donde se almacenan multitud de impresiones, y de donde salen a veces unas cosas asombrosas si sabes buscar adecuadamente. La materia prima de la creación. No hace falta ser un aventurero, ni tener miles de influencias. La verdad es que si sabes buscar dentro de , encuentras mundos para plasmar en un papel, en una partitura, o en donde creas conveniente.

Un mundo de invenciones y recuerdos, fundidos en uno solo, que se convierte en tu único refugio cuando estás contigo mismo.

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